martes, 29 de mayo de 2012

Resumen: Schmitt, Concepto de lo político, 5-8

Carl Schmitt, El concepto de lo político, Capítulos 5 al 8.

Resumen versión de Julio César Garrido

5. La decisión sobre la guerra y el enemigo

Al Estado, en su condición de unidad esencialmente política, le es atribución inherente el ius belli, esto es, la posibilidad real de, llegado el caso, determinar por propia decisión quién es el enemigo y combatirlo.

Sin embargo, la aportación de un Estado normal consiste sobre todo en producir dentro del Estado y su territorio una pacificación completa, esto es, en procurar “paz, seguridad y orden”, y crear así la situación normal que constituye el presupuesto necesario para que las normas jurídicas puedan tener vigencia en general. Esta necesidad de pacificación dentro del Estado tiene como consecuencia, en caso de situación crítica, que el Estado como unidad política, mientras exista como tal, esté capacitado para determinar por sí mismo también al enemigo interior.

El Estado, en su condición de unidad política determinante, concentra en sí una competencia aterradora: la posibilidad de declarar la guerra, y en consecuencia de disponer abiertamente de la vida de las personas. Este poder sobre la vida física de las personas eleva a la comunidad política por encima de todo otro tipo de comunidad o de sociedad.

La guerra, la disposición de los hombres que combaten a matar y ser muertos, la muerte física infligida a otros seres humanos que están del lado enemigo, todo esto no tiene sentido normativo sino existencial, y lo tiene justamente en la realidad de una situación de guerra real contra un enemigo real, no en ideales, programas o estructuras normativas cualesquiera.

Mientras un pueblo exista en la esfera de lo político, tendrá que decidir por sí mismo, aunque no sea más que en el caso extremo, quién es el amigo y quién el enemigo. En ello estriba la esencia de su existencia política. Si no posee ya capacidad o voluntad de tomar tal decisión, deja de existir políticamente. Si se deja decidir por un extraño quién es el enemigo y contra quién debe o no debe combatir, es que ya no es un pueblo políticamente libre, sino que está integrado en o sometido a otro sistema político.

6. El mundo no es una unidad política sino un pluriverso político

El rasgo conceptual de lo político deriva del pluralismo en el mundo de los Estados. La unidad política presupone la posibilidad real del enemigo y con ella la existencia simultánea de otras unidades políticas. De ahí que, mientras haya sobre la tierra un Estado, habrá también otros, y no puede haber un Estado mundial que abarque toda la tierra y a toda la humanidad.

La humanidad como tal no puede hacer una guerra, pues carece del enemigo, al menos sobre este planeta. El concepto de la humanidad excluye el de enemigo, pues ni siquiera el enemigo deja de ser hombre, de modo que no hay aquí ninguna distinción específica. Cuando un Estado combate a su enemigo político en nombre de la humanidad, no se trata de una guerra de la humanidad sino de una guerra en la que un determinado Estado pretende apropiarse un concepto universal frente a su adversario. La humanidad resulta ser un instrumento de lo más útil para las expansiones imperialistas, y en su forma ético-humanitaria constituye un vehículo específico del imperialismo económico.

Si un Estado mundial llegara a abarcar a toda la tierra y a todos los hombres, no sería ya una unidad política, y llamarlo Estado no sería más que una figura retórica vacía.
Lo que hay que preguntarse es a qué hombres correspondería el tremendo poder vinculado a una civilización económica y técnica que comprendiese el conjunto de la tierra.

7. El aditamento antropológico de las teorías políticas

Se podrá someter a examen la antropología subyacente a todas las teorías políticas y del Estado, y clasificarlas según que consciente o inconsciente partan de un hombre “bueno por naturaleza” o “malo por naturaleza”. La distinción habrá de tomarse en su sentido más genérico, no en algún sentido específico moral o ético. Lo importante es si el hombre se toma como presupuesto problemático o no problemático de cualquier elucubración política ulterior, esto es, si el hombre se entiende como un ser peligroso o inocuo, si constituye un riesgo o una amenaza, o si es enteramente inofensivo.

La cuestión no se resuelve con calificaciones psicológicas como optimismo y pesimismo; y tampoco se llega a ninguna parte con tergiversaciones como la del anarquismo, que sostiene que sólo son malos los hombres que consideran malo al hombre, ya que la consecuencia es que los que los consideran bueno, esto es, los anarquistas, quedan así facultados para ejercer alguna clase de dominio o control sobre los malos, con lo que el problema comienza de nuevo. Lo que hay que hacer, por el contrario, es ser consciente de hasta qué punto son diversos los supuestos antropológicos que subyacen a cada ámbito del pensamiento humano.

En este sentido hay que entender con Hobbes, en primer lugar, la concepción pesimista del hombre; en segundo lugar, su correcta comprensión de que lo que desencadena las más terribles hostilidades es justamente el que cada una de las partes está convencida de poseer la verdad, la bondad y la justicia; y finalmente, en tercer lugar, que el bellum de todos contra todos no es un engendro de una fantasía obcecada y cruel, ni tampoco una mera filosofía de una sociedad burguesa que se está construyendo sobre la base de la libre competencia, sino que se trata de presupuestos elementales de un sistema de ideas específicamente político.

El pensamiento político resulta irrefutable dentro de su esfera autónoma y cerrada, pues siempre serán grupos concretos de personas los que combatirán contra otros grupos igualmente concretos de ellas en nombre del derecho, o de la humanidad, o del orden, o de la paz, y el observador de los fenómenos políticos, si se atiene consecuentemente al pensamiento político, no podrá ver nunca en los reproches de inmoralidad y de cinismo otra cosa que un medio político al servicio de personas que libran combates concretos. Todo el pensamiento político como el instinto político se avalan teórica y prácticamente en la facultad de distinguir entre amigo y enemigo.

8. Despolitización a través de la polaridad entre ética y economía

El liberalismo del último siglo ha arrastrado consigo una singular y sistemática transformación y desnaturalización de todas las ideas y representaciones de lo político. Como realidad histórica que es, el liberalismo ha podido sustraerse a lo político en la misma escasa medida que cualquier otro movimiento humano de consideración, y también sus neutralizaciones y despolitizaciones (de la educación, de la economía, etc.), poseen un sentido político. En todos los países los liberales han hecho política igual que las demás personas, y se han coaligado en las formas más diversas con elementos e ideas no liberales, formando nacional-liberalismos, social-liberalismos, conservadores libres, católicos libres, etc. En particular se ha vinculado con las fuerzas de la democracia, que no son nada liberales ya que son esencialmente políticas y conducentes, incluso, a estados totales. La cuestión es, sin embargo, si del concepto puro y consecuente del liberalismo individualista puede llegar a obtenerse una idea específicamente política. La respuesta tiene que ser negativa. Pues la negación de lo político que contiene todo individualismo consecuente conduce desde luego a una práctica política, la de la desconfianza contra todo poder político y forma del Estado imaginable, pero nunca a una teoría positiva propia del Estado y de la política.

La teoría sistemática del liberalismo se refiere casi en exclusiva a la lucha política interna contra el poder del Estado, y aporta toda una serie de métodos para inhibir y controlar ese poder al servicio de la protección de la libertad individual y de la propiedad privada.

El pensamiento liberal elude e ignora al Estado y a la política de un modo genuinamente sistemático, y en su lugar se mueve en el seno de una polaridad típica y recurrente entre dos esferas heterogéneas, las de ética y economía, espíritu y negocio, educación y propiedad.

Una unidad política tiene que poder pedir en caso extremo el sacrificio de la propia vida; para el individualismo del pensamiento liberal semejante pretensión no es ni asequible ni susceptible de fundamentación.

Toda constricción o amenaza a la libertad individual, por principio ilimitada, o a la propiedad privada o a la libre competencia, es violencia y por lo tanto algo malo. Lo que este liberalismo deja en pie del Estado y de la política es únicamente el cometido de garantizar las condiciones de la libertad y de apartar cuanto pueda estorbarla.

Conviene no olvidar que estos conceptos liberales se mueven siempre típicamente entre la ética (espiritualidad) y la economía (negocios), e intentan, desde estos dos polos, aniquilar lo político como esfera de la violencia invasora. Así el concepto político de la lucha se transforma en el pensamiento liberal, por el lado económico, en competencia, y por el otro, el lado espiritual, en discusión.

Dado que ni la guerra ni la conquista violenta están en condiciones de aportar las satisfacciones y el confort que nos proporcionan el comercio y la industria, las guerras no reportan ya ventaja alguna, y hasta la guerra victoriosa es para el vencedor un mal negocio.

El adversario ya no se llama enemigo; cualquier guerra iniciada para la conservación o ampliación de una posición de poder económico irá precedida de una oferta propagandística capaz de convertirla en cruzada y en última guerra de la Humanidad. Es lo que exige la polaridad de ética y economía. Esta exhibe una consecuencia asombrosa pero también este sistema, presuntamente apolítico y en apariencia incluso antipolítico, está al servicio de agrupaciones de amigos y enemigos, bien ya existentes, bien nuevas, y no podrá tampoco escapar a la consecuencia interna de lo político.

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