domingo, 27 de mayo de 2012

11.05 El disgusto ante la cultura

Sesión 28
Texto revisado: S. Freud, El malestar en la cultura, Caps. V-VIII.

Bitácora versión de Bárbara López Mondragón

Diván que usaba Freud en sus consultas
La sesión correspondiente a la revisión del texto de Sigmund  Freud El malestar en la cultura inició con bastantes preguntas, la mayoría en torno al hecho de la agrupación del humano en comunidad a causa de la libido. Algunos compañeros se negaban a creerlo y argumentaban en defensa del trabajo como motor de la comunidad, la respuesta a estas indagaciones fue la necesidad del ser humano del otro. El ello, fuerza de lo inconsciente, es el lugar de las pulsiones y estas se satisfacen fuera del individuo; por tanto, se necesita vivir en comunidad. Además, las fuerzas del trabajo no son lo suficientemente fuertes para mantener cohesionada a la sociedad, pues son fuerzas no satisfactorias. En cambio, el placer que produce la satisfacción de las pulsiones es el pretexto perfecto para la convivencia con el otro. La satisfacción de las pulsiones puede llevar a un imperio de la fuerza bruta: es aquí donde la represión lleva a cabo su papel primordial, pues cuando esta no permite la satisfacción de las pulsiones estas se sublevan y toman un papel de creación en la sociedad.

Precedido a la comprensión de estos argumentos se llevó a cabo la exposición del tema en tres puntos:

I. El absurdo de “amarás a tu prójimo como a ti mismo”
II. Introyección del superyó
III. Paradoja de la evolución cultural

I.

Todos han escuchado la sentencia del mesías “amarás a tu prójimo como a ti mismo” que sin ninguna aparente pretensión maléfica pregonaba por todo Jerusalén, pero Freud responde con indignación que esto no sería ni deseable ni posible.
Es incumplible el hecho de amar a los demás como a ti mismo pues al momento de transferir mi amor a todo desconocido por igual este se diluye en pequeñas porciones dado que el amor es una cantidad limitada. Para los seres que, por tener un vínculo más próximo a mí, merecerían más del que le doy a cualquier desconocido, este amor sería mínimo. El establecimiento de esta sentencia es un avance para la humanidad pues se convierte en un ideal a alcanzar.

Esta es la función que cumple la cultura: restringir la agresión de unos seres hacia otros. Freud nos da una perspectiva instintiva o natural del origen de la agresión; por tanto se opone a la tesis socialista que plantea que todos los males de la humanidad derivan de la división del trabajo o la propiedad privada y con la abolición de esta terminaría la agresión de los seres humanos. El autor nos dice que esto no va a ser así pues se está dejando de lado la tendencia libidinal que es la culpable de las tendencias agresivas.

II.

La libertad es el origen del mal. Si estamos en condiciones de hacer el mal sin que nadie nos vea, no habría razón aparente para evitar hacerlo. El mal es incluso en muchas ocasiones una fuente de placer para el individuo. Racionalmente lo que sucede es que se teme al castigo, a la posibilidad de perder la defensa o el amor ontogenéticamente del padre y filogenéticamente de la sociedad. El gran salto de la sociedad es cuando se deja de utilizar el castigo externo y se requiere de un castigo interno.

El salvaje y el niño no tienen esta introyección, gracias a la cual la humanidad puede vivir «mejor» que cuando inició. En los santos es evidente la introyección de la culpa ya que se la pasan reprimiendo su pulsión sexual.

III.

Ya que la necesidad de castigo externo fue sustituida por la culpa (con la interiorización del superyó) se genera angustia en el yo por la tensión existente entre los deseos del yo y la represión de estos por la necesidad de vivir en comunidad, el temor a la pérdida del amor y de la protección. El superyó genera angustia por esa tensión entre el amor parental y la satisfacción del ello.

Dado que en el ello se encuentran las pulsiones básicas que producen la agresión, con estas se pueden dañar las relaciones con el yo. Es decir que cuando hay un mayor dominio de las pulsiones básicas se crea más culpa y por ende más angustia.



Bitácora versión de Valeria Molina

El primer punto del esquema, bajo el cual se rigió la sesión, habló sobre la imposibilidad y lo absurdo de una de las máximas de la religión católica que es amarás al prójimo como a ti mismo. El enunciado lleva consigo la prohibición de odiar a nuestro congénere y, como se dijo en clase, una restricción así únicamente responde al fuerte deseo por realizar la acción. El ser ajeno aparece ante cualquier ser humano como alguien indigno de amor, alguien en quien se deposita la hostilidad y el odio: quien no alimente el amor hacia mi persona, no merece mi amor sino mi antipatía. El amor, en tanto un sentimiento limitado, no se puede malgastar regalándolo sin motivo bien justificado.

El avance cultural que se alcanza al establecer la disimulada prohibición responde al instinto innato de agresión que domina a los hombres. Esto es, el ser humano es un individuo entre cuyas disposiciones instintivas existe una buena porción de agresividad: el prójimo aparece así, no tanto como un posible y latente colaborador, sino como una gran tentación para satisfacer en él la inherente cólera. Ante tal situación, es la cultura, mediante la integración de normas y limitaciones, la encargada de restringir la violencia derivada. La cultura busca el dominio de las necesidades; la naturaleza interna necesita de una barrera de control, censura que lleva consigo una distribución del sacrificio. La cultura impone, así, fuertes privaciones que ayudan a explicar por qué al hombre le resulta tan difícil alcanzar la felicidad en la civilización.

¿Cómo es que se logra la obediencia del hombre a la autoridad? La agresión es interiorizada y devuelta al lugar de donde procede: se dirige contra el propio yo en calidad de superyó. La tensión que se crea entre el severo superyó y el yo, la califica Freud como sentimiento de culpabilidad. Este es el acontecimiento que, del estado de barbarie, da paso a la verdadera sociedad civilizada: más allá del miedo que produce en el individuo la pérdida del amor del prójimo, es decir, el miedo al castigo que éste le pueda imponer, es la angustia, producto de la conciencia moral, la causa de la renuncia a nuestros instintos; la autoridad se asimila de tal forma en el superyó que el temor a ser descubiertos deja de actuar. La culpa no es, en el fondo, sino una variante topográfica de la angustia, y que en sus fases ulteriores coincide por completo con el miedo al superyó. El precio pagado por el desarrollo de la cultura reside en la pérdida de felicidad por el aumento de esta sensación.

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