La función cultural de la competición [cerrado]
Bitácora del segundo semestre del curso de «Problemas filosóficos» en el Colegio de Estudios Latinoamericanos de la UNAM para el período 2012-2. Miércoles 16-18 hrs. (salón 206) y viernes 18-20 hrs. (salón 006)
viernes, 8 de junio de 2012
sábado, 2 de junio de 2012
Retroalimentación
A propósito de la fanfarronería, el aria «Largo al factotum» de la ópera Il barbiere di Siviglia de Gioacchino Rossini.
Tutti mi chiedono, tutti mi vogliono
donne, ragazzi, vecchi, fanciulle
[...]
Uno alla volta, per carità!
martes, 29 de mayo de 2012
18.05 Implicaciones de la distinción política fundamental
Sesión 30
Texto revisado: C. Schmitt, El concepto de lo político 5-8 y 3 corolarios.
Bitácora versión de Julio César Garrido
La clase del 18 de mayo comenzó con la sesión de preguntas. Las preguntas que se formularon y las respuestas a las mismas, son las siguientes:
¿Realmente triunfa la imposición, por la fuerza, de un Estado sobre otro, por ejemplo Estados Unidos contra Vietnam o Irak? No se respondió concretamente y más bien sirvió como tema de discusión, aunque la mayoría de los compañeros opinaron que sí triunfa la imposición de la fuerza, por lo tanto sí ha triunfado Estado Unidos.
¿Existe un Estado sin ejército? No, incluso Costa Rica tiene una guardia nacional. Quizá, el Tíbet, pero no es Estado.
Los temas de la clase fueron los siguientes:
Cuando una comunidad expresa con claridad quién es su enemigo, entonces esa comunidad es fuerte. Pero si esa comunidad no es capaz de expresar quién es su enemigo, entonces esa comunidad es débil.
Toda unidad política necesita un enemigo claro, para conformar su unidad en torno de ese enemigo. En el momento en que una unidad política no tiene un enemigo, se disuelve, porque no tiene una unidad interna que le dé cohesión. Sólo hay unidad en un grupo cuando sabe contra quién se enfrenta. Por lo tanto, el grado de intensidad en que un grupo puede identificar a su enemigo, es el grado de intensidad de su carácter político. Porque la unidad depende del grado en que sea sentida esa intensidad.
Características de la unidad política:
A.- Autonomía o soberanía
El grado en que un pueblo pueda tomar y hacer valer sus propias decisiones, incluso por medio de la violencia física, es el grado de autonomía o soberanía de ese pueblo. Quien tiene la capacidad política, incluso por medio de las armas, de decidir quién es amigo o enemigo, tiene el control político.
Tener autonomía para tomar decisiones, implica que la fuerza opositora que le da cohesión, debe ser suficientemente fuerte, para que ese pueblo, incluso por la violencia física, haga valer sus decisiones.
Si un pueblo no puede llegar a la guerra contra su enemigo, ese pueblo estará supeditado a otro pueblo y le deberá obediencia. O bien, ese pueblo está a punto de la guerra civil, porque no hay un grupo lo suficientemente fuerte, sino varios grupos que se disputan el poder.
B.- La unidad
Para que el Estado sea igual a lo político, requiere unidad y de hecho será la unidad política por excelencia o suprema. Por lo tanto, es imposible una unidad política superior a los Estados, consecuentemente es imposible la universalidad.
El Estado es la unidad política por excelencia, porque permite la formación de otras asociaciones (Gesellschaft) menores, que sólo se forman para conseguir un bien particular. Es decir, el Estado es lo que engloba y permite las asociaciones, por eso el Estado requiere una comunidad (Gemeinschaft). Porque si un Estado no es capaz de la guerra, significa que es un Estado débil porque es incapaz de tomar decisiones políticas, por lo tanto otro Estado más fuerte lo someterá.
Para que un pueblo exista políticamente, no basta definir en el orden del discurso, quién es amigo o enemigo, sino ser capaz de determinar el ius belli, aunque nunca lo ejerza. El ius belli significa que ese pueblo tiene unidad política, porque implica claridad en el enemigo.
Si un Estado no es capaz del ius belli, significa que es un Estado débil porque es incapaz de tomar decisiones políticas, por lo tanto otro Estado más fuerte lo someterá.
Cuando un Estado es capaz del ius belli interno y externo, tiene autonomía y podrá enfrentarse contra otros Estados para imponer su voluntad.
Al tener el Estado el derecho a la guerra, significa que dispone de la vida de los que participan en la guerra. El Estado requiere del máximo de los sacrificios, que es morir por la colectividad, debido a que la vida está subordinada a su fin superior.
Un Estado mundial es, incluso conceptualmente, imposible. Una característica esencial del Estado es poder declarar la guerra a otros Estados enemigos, por lo tanto se necesita de la existencia de otros Estados enemigos, para que exista el Estado. De aquí que seaes imposible la existencia de un Estado mundial, porque al no existir otros Estados enemigos, tampoco existiría el Estado mundial porque carecería de la característica esencial de poder declarar la guerra a otros Estados.
Por otro lado, la única forma de unirse, sería por el concepto de humanidad. Sin embargo, también bajo el concepto de humanidad, se tendría que imponer a los Estados que no estuvieran de acuerdo. Por lo tanto, los Estados que estuvieran de acuerdo se reservarían el derecho de imponer la humanidad, mientras que los otros Estados serian «inhumanos». Por eso, la guerra librada en nombre de la humanidad, es una utilización política del concepto de humanidad para imponer la voluntad, pero no por la humanidad misma.
Finalmente, surge la interrogante ¿Quién y bajo qué criterios dirigiría la unidad mundial?
No se trata de que el hombre sea bueno o malo, como algunos teóricos lo han postulado, sino de ponerle cotos, porque si no se puede volver malo. Porque el problema es que las enemistades no surgen de los que no participan, sino de los que participan y están convencidos de algún postulado, porque se vuelven peligrosos al querer imponer su voluntad.
Toda decisión, aunque parezca apolítica, económica, de libertad, en el fondo es política.
Texto revisado: C. Schmitt, El concepto de lo político 5-8 y 3 corolarios.
Bitácora versión de Julio César Garrido
La clase del 18 de mayo comenzó con la sesión de preguntas. Las preguntas que se formularon y las respuestas a las mismas, son las siguientes:
¿Realmente triunfa la imposición, por la fuerza, de un Estado sobre otro, por ejemplo Estados Unidos contra Vietnam o Irak? No se respondió concretamente y más bien sirvió como tema de discusión, aunque la mayoría de los compañeros opinaron que sí triunfa la imposición de la fuerza, por lo tanto sí ha triunfado Estado Unidos.
¿Existe un Estado sin ejército? No, incluso Costa Rica tiene una guardia nacional. Quizá, el Tíbet, pero no es Estado.
Los temas de la clase fueron los siguientes:
1. El Estado, soberanía y unidad
Cuando una comunidad expresa con claridad quién es su enemigo, entonces esa comunidad es fuerte. Pero si esa comunidad no es capaz de expresar quién es su enemigo, entonces esa comunidad es débil.
Toda unidad política necesita un enemigo claro, para conformar su unidad en torno de ese enemigo. En el momento en que una unidad política no tiene un enemigo, se disuelve, porque no tiene una unidad interna que le dé cohesión. Sólo hay unidad en un grupo cuando sabe contra quién se enfrenta. Por lo tanto, el grado de intensidad en que un grupo puede identificar a su enemigo, es el grado de intensidad de su carácter político. Porque la unidad depende del grado en que sea sentida esa intensidad.
Características de la unidad política:
A.- Autonomía o soberanía
El grado en que un pueblo pueda tomar y hacer valer sus propias decisiones, incluso por medio de la violencia física, es el grado de autonomía o soberanía de ese pueblo. Quien tiene la capacidad política, incluso por medio de las armas, de decidir quién es amigo o enemigo, tiene el control político.
Tener autonomía para tomar decisiones, implica que la fuerza opositora que le da cohesión, debe ser suficientemente fuerte, para que ese pueblo, incluso por la violencia física, haga valer sus decisiones.
Si un pueblo no puede llegar a la guerra contra su enemigo, ese pueblo estará supeditado a otro pueblo y le deberá obediencia. O bien, ese pueblo está a punto de la guerra civil, porque no hay un grupo lo suficientemente fuerte, sino varios grupos que se disputan el poder.
B.- La unidad
Para que el Estado sea igual a lo político, requiere unidad y de hecho será la unidad política por excelencia o suprema. Por lo tanto, es imposible una unidad política superior a los Estados, consecuentemente es imposible la universalidad.
El Estado es la unidad política por excelencia, porque permite la formación de otras asociaciones (Gesellschaft) menores, que sólo se forman para conseguir un bien particular. Es decir, el Estado es lo que engloba y permite las asociaciones, por eso el Estado requiere una comunidad (Gemeinschaft). Porque si un Estado no es capaz de la guerra, significa que es un Estado débil porque es incapaz de tomar decisiones políticas, por lo tanto otro Estado más fuerte lo someterá.
2. El Estado tiene el ius belli (derecho de guerra)
Para que un pueblo exista políticamente, no basta definir en el orden del discurso, quién es amigo o enemigo, sino ser capaz de determinar el ius belli, aunque nunca lo ejerza. El ius belli significa que ese pueblo tiene unidad política, porque implica claridad en el enemigo.
Ataque con bombas napalm en Vietnam (Foto: Nick Ut) |
Si un Estado no es capaz del ius belli, significa que es un Estado débil porque es incapaz de tomar decisiones políticas, por lo tanto otro Estado más fuerte lo someterá.
Cuando un Estado es capaz del ius belli interno y externo, tiene autonomía y podrá enfrentarse contra otros Estados para imponer su voluntad.
Al tener el Estado el derecho a la guerra, significa que dispone de la vida de los que participan en la guerra. El Estado requiere del máximo de los sacrificios, que es morir por la colectividad, debido a que la vida está subordinada a su fin superior.
3. La negación de un Estado mundial
Un Estado mundial es, incluso conceptualmente, imposible. Una característica esencial del Estado es poder declarar la guerra a otros Estados enemigos, por lo tanto se necesita de la existencia de otros Estados enemigos, para que exista el Estado. De aquí que seaes imposible la existencia de un Estado mundial, porque al no existir otros Estados enemigos, tampoco existiría el Estado mundial porque carecería de la característica esencial de poder declarar la guerra a otros Estados.
Por otro lado, la única forma de unirse, sería por el concepto de humanidad. Sin embargo, también bajo el concepto de humanidad, se tendría que imponer a los Estados que no estuvieran de acuerdo. Por lo tanto, los Estados que estuvieran de acuerdo se reservarían el derecho de imponer la humanidad, mientras que los otros Estados serian «inhumanos». Por eso, la guerra librada en nombre de la humanidad, es una utilización política del concepto de humanidad para imponer la voluntad, pero no por la humanidad misma.
Finalmente, surge la interrogante ¿Quién y bajo qué criterios dirigiría la unidad mundial?
4. Los fundamentos antropológicos
No se trata de que el hombre sea bueno o malo, como algunos teóricos lo han postulado, sino de ponerle cotos, porque si no se puede volver malo. Porque el problema es que las enemistades no surgen de los que no participan, sino de los que participan y están convencidos de algún postulado, porque se vuelven peligrosos al querer imponer su voluntad.
5. En contra del liberalismo o la imposibilidad de ser apolítico
Toda decisión, aunque parezca apolítica, económica, de libertad, en el fondo es política.
16.05 El criterio de lo político
Sesión 29
Texto revisado: C. Schmitt, El concepto de lo político, Prefacio y capítulos 1 al 3
Bitácora versión de Julio César Garrido
La clase del 16 de mayo comenzó con la siguiente acotación por parte del profesor:
Carl Schmitt parte de criterios para distinguir lo político de otras asociaciones como la religiosa, la ética, la estética, la económica, etc. Es decir, primero establece una distinción con base en criterios. Aunque, en este primer momento, todavía no le ha dado contenido a esos criterios, sino simplemente los ha separado.
El criterio de lo político es ser amigo o enemigo. La unidad política necesita prácticas, para precisamente diferenciar los amigos de los enemigos, por lo tanto se requiere una manifestación práctica y no sólo teórica.
Nuestro autor todo el tiempo está pensando en el Estado como la máxima unidad política, porque el Estado es un conjunto de personas capaces de combatir e imponer sobre otros su punto de vista.
Los temas de la clase fueron los siguientes:
Schmitt comienza distinguiendo el concepto tradicional de Estado, en el que el Estado era solamente lo político, distinguiéndose de lo social, lo económico, lo cultural, lo moral, etc.
En el siglo XIX lo político crea a la policía, bajo la premisa de “paz, seguridad y orden”. La policía se convierte en el instrumento adecuado del Estado para afianzar y distinguir lo político.
Schmitt critica que los elementos tradicionales que conforman al Estado (territorio, población y gobierno) se consideren como si estuvieren dados desde siempre y no se tome en cuenta que no es así, sino que fueron el resultado de decisiones políticas. Por eso para nuestro autor, es falso decir que el Estado es igual a lo político, máxime que hoy lo social tiene una enorme incidencia.
Se necesita un criterio autónomo para saber qué es lo político y para distinguirlo de otros aspectos como lo estético, ético, etc. Por ello, se requiere un criterio intersubjetivo de qué es y qué no es lo político.
El criterio de lo político es ser amigo o enemigo, porque el conjunto al que pertenecemos y que nos diferencia, debe ser capaz de defenderse de otros, incluso con las armas. Por lo tanto, el enemigo privado o particular no es político, porque para ser político requiere ser un enemigo público, debido a que se necesita que ese odio sea común o compartido por la comunidad a la que se pertenece.
Lo político consiste en la arbitrariedad, por eso cualquier otra fuerza (religiosa, económica, estética, etc.) es susceptible de ser política, pero ninguna es el fin de lo político. En otras palabras, cualquier tipo de justificación puede convertirse en política, si la comunidad arbitrariamente así lo acuerda.
La guerra es la mostración de la política, aunque no es el fin de la política. La guerra muestra las fuerzas de cada unidad política y así se decide todo: por ejemplo, así se establecen los límites territoriales de cada Estado. Consecuentemente, no existen decisiones dadas, sino que todas las decisiones son políticas y por lo tanto arbitrarias.
Por eso el autor concluye que en la política no existe la neutralidad, porque no tomar partido, es tomar partido por no tomar partido. La neutralidad es contradictoria en sí misma. Es decir, la neutralidad no existe, porque no pronunciarse, es avalar las cosas existentes y por lo tanto apoyar el statu quo. Querer eliminar la diferencia política o la distinción entre amigos y enemigos, implicaría un mundo apolítico y por lo tanto inhumano, debido a que es imposible acabar con las diferencias.
Texto revisado: C. Schmitt, El concepto de lo político, Prefacio y capítulos 1 al 3
Bitácora versión de Julio César Garrido
La clase del 16 de mayo comenzó con la siguiente acotación por parte del profesor:
Carl Schmitt parte de criterios para distinguir lo político de otras asociaciones como la religiosa, la ética, la estética, la económica, etc. Es decir, primero establece una distinción con base en criterios. Aunque, en este primer momento, todavía no le ha dado contenido a esos criterios, sino simplemente los ha separado.
El criterio de lo político es ser amigo o enemigo. La unidad política necesita prácticas, para precisamente diferenciar los amigos de los enemigos, por lo tanto se requiere una manifestación práctica y no sólo teórica.
Nuestro autor todo el tiempo está pensando en el Estado como la máxima unidad política, porque el Estado es un conjunto de personas capaces de combatir e imponer sobre otros su punto de vista.
Los temas de la clase fueron los siguientes:
1.- El planteamiento del problema del Estado en relación con lo político
Schmitt comienza distinguiendo el concepto tradicional de Estado, en el que el Estado era solamente lo político, distinguiéndose de lo social, lo económico, lo cultural, lo moral, etc.
En el siglo XIX lo político crea a la policía, bajo la premisa de “paz, seguridad y orden”. La policía se convierte en el instrumento adecuado del Estado para afianzar y distinguir lo político.
Schmitt critica que los elementos tradicionales que conforman al Estado (territorio, población y gobierno) se consideren como si estuvieren dados desde siempre y no se tome en cuenta que no es así, sino que fueron el resultado de decisiones políticas. Por eso para nuestro autor, es falso decir que el Estado es igual a lo político, máxime que hoy lo social tiene una enorme incidencia.
2.- La definición de lo político
Se necesita un criterio autónomo para saber qué es lo político y para distinguirlo de otros aspectos como lo estético, ético, etc. Por ello, se requiere un criterio intersubjetivo de qué es y qué no es lo político.
El criterio de lo político es ser amigo o enemigo, porque el conjunto al que pertenecemos y que nos diferencia, debe ser capaz de defenderse de otros, incluso con las armas. Por lo tanto, el enemigo privado o particular no es político, porque para ser político requiere ser un enemigo público, debido a que se necesita que ese odio sea común o compartido por la comunidad a la que se pertenece.
Lo político consiste en la arbitrariedad, por eso cualquier otra fuerza (religiosa, económica, estética, etc.) es susceptible de ser política, pero ninguna es el fin de lo político. En otras palabras, cualquier tipo de justificación puede convertirse en política, si la comunidad arbitrariamente así lo acuerda.
3.- La guerra como mostración política
La guerra es la mostración de la política, aunque no es el fin de la política. La guerra muestra las fuerzas de cada unidad política y así se decide todo: por ejemplo, así se establecen los límites territoriales de cada Estado. Consecuentemente, no existen decisiones dadas, sino que todas las decisiones son políticas y por lo tanto arbitrarias.
Por eso el autor concluye que en la política no existe la neutralidad, porque no tomar partido, es tomar partido por no tomar partido. La neutralidad es contradictoria en sí misma. Es decir, la neutralidad no existe, porque no pronunciarse, es avalar las cosas existentes y por lo tanto apoyar el statu quo. Querer eliminar la diferencia política o la distinción entre amigos y enemigos, implicaría un mundo apolítico y por lo tanto inhumano, debido a que es imposible acabar con las diferencias.
Resumen: Schmitt, Concepto de lo político, 5-8
Carl Schmitt, El concepto de lo político, Capítulos 5 al 8.
Resumen versión de Julio César Garrido
Al Estado, en su condición de unidad esencialmente política, le es atribución inherente el ius belli, esto es, la posibilidad real de, llegado el caso, determinar por propia decisión quién es el enemigo y combatirlo.
Sin embargo, la aportación de un Estado normal consiste sobre todo en producir dentro del Estado y su territorio una pacificación completa, esto es, en procurar “paz, seguridad y orden”, y crear así la situación normal que constituye el presupuesto necesario para que las normas jurídicas puedan tener vigencia en general. Esta necesidad de pacificación dentro del Estado tiene como consecuencia, en caso de situación crítica, que el Estado como unidad política, mientras exista como tal, esté capacitado para determinar por sí mismo también al enemigo interior.
El Estado, en su condición de unidad política determinante, concentra en sí una competencia aterradora: la posibilidad de declarar la guerra, y en consecuencia de disponer abiertamente de la vida de las personas. Este poder sobre la vida física de las personas eleva a la comunidad política por encima de todo otro tipo de comunidad o de sociedad.
La guerra, la disposición de los hombres que combaten a matar y ser muertos, la muerte física infligida a otros seres humanos que están del lado enemigo, todo esto no tiene sentido normativo sino existencial, y lo tiene justamente en la realidad de una situación de guerra real contra un enemigo real, no en ideales, programas o estructuras normativas cualesquiera.
Mientras un pueblo exista en la esfera de lo político, tendrá que decidir por sí mismo, aunque no sea más que en el caso extremo, quién es el amigo y quién el enemigo. En ello estriba la esencia de su existencia política. Si no posee ya capacidad o voluntad de tomar tal decisión, deja de existir políticamente. Si se deja decidir por un extraño quién es el enemigo y contra quién debe o no debe combatir, es que ya no es un pueblo políticamente libre, sino que está integrado en o sometido a otro sistema político.
El rasgo conceptual de lo político deriva del pluralismo en el mundo de los Estados. La unidad política presupone la posibilidad real del enemigo y con ella la existencia simultánea de otras unidades políticas. De ahí que, mientras haya sobre la tierra un Estado, habrá también otros, y no puede haber un Estado mundial que abarque toda la tierra y a toda la humanidad.
La humanidad como tal no puede hacer una guerra, pues carece del enemigo, al menos sobre este planeta. El concepto de la humanidad excluye el de enemigo, pues ni siquiera el enemigo deja de ser hombre, de modo que no hay aquí ninguna distinción específica. Cuando un Estado combate a su enemigo político en nombre de la humanidad, no se trata de una guerra de la humanidad sino de una guerra en la que un determinado Estado pretende apropiarse un concepto universal frente a su adversario. La humanidad resulta ser un instrumento de lo más útil para las expansiones imperialistas, y en su forma ético-humanitaria constituye un vehículo específico del imperialismo económico.
Si un Estado mundial llegara a abarcar a toda la tierra y a todos los hombres, no sería ya una unidad política, y llamarlo Estado no sería más que una figura retórica vacía.
Lo que hay que preguntarse es a qué hombres correspondería el tremendo poder vinculado a una civilización económica y técnica que comprendiese el conjunto de la tierra.
Se podrá someter a examen la antropología subyacente a todas las teorías políticas y del Estado, y clasificarlas según que consciente o inconsciente partan de un hombre “bueno por naturaleza” o “malo por naturaleza”. La distinción habrá de tomarse en su sentido más genérico, no en algún sentido específico moral o ético. Lo importante es si el hombre se toma como presupuesto problemático o no problemático de cualquier elucubración política ulterior, esto es, si el hombre se entiende como un ser peligroso o inocuo, si constituye un riesgo o una amenaza, o si es enteramente inofensivo.
La cuestión no se resuelve con calificaciones psicológicas como optimismo y pesimismo; y tampoco se llega a ninguna parte con tergiversaciones como la del anarquismo, que sostiene que sólo son malos los hombres que consideran malo al hombre, ya que la consecuencia es que los que los consideran bueno, esto es, los anarquistas, quedan así facultados para ejercer alguna clase de dominio o control sobre los malos, con lo que el problema comienza de nuevo. Lo que hay que hacer, por el contrario, es ser consciente de hasta qué punto son diversos los supuestos antropológicos que subyacen a cada ámbito del pensamiento humano.
En este sentido hay que entender con Hobbes, en primer lugar, la concepción pesimista del hombre; en segundo lugar, su correcta comprensión de que lo que desencadena las más terribles hostilidades es justamente el que cada una de las partes está convencida de poseer la verdad, la bondad y la justicia; y finalmente, en tercer lugar, que el bellum de todos contra todos no es un engendro de una fantasía obcecada y cruel, ni tampoco una mera filosofía de una sociedad burguesa que se está construyendo sobre la base de la libre competencia, sino que se trata de presupuestos elementales de un sistema de ideas específicamente político.
El pensamiento político resulta irrefutable dentro de su esfera autónoma y cerrada, pues siempre serán grupos concretos de personas los que combatirán contra otros grupos igualmente concretos de ellas en nombre del derecho, o de la humanidad, o del orden, o de la paz, y el observador de los fenómenos políticos, si se atiene consecuentemente al pensamiento político, no podrá ver nunca en los reproches de inmoralidad y de cinismo otra cosa que un medio político al servicio de personas que libran combates concretos. Todo el pensamiento político como el instinto político se avalan teórica y prácticamente en la facultad de distinguir entre amigo y enemigo.
El liberalismo del último siglo ha arrastrado consigo una singular y sistemática transformación y desnaturalización de todas las ideas y representaciones de lo político. Como realidad histórica que es, el liberalismo ha podido sustraerse a lo político en la misma escasa medida que cualquier otro movimiento humano de consideración, y también sus neutralizaciones y despolitizaciones (de la educación, de la economía, etc.), poseen un sentido político. En todos los países los liberales han hecho política igual que las demás personas, y se han coaligado en las formas más diversas con elementos e ideas no liberales, formando nacional-liberalismos, social-liberalismos, conservadores libres, católicos libres, etc. En particular se ha vinculado con las fuerzas de la democracia, que no son nada liberales ya que son esencialmente políticas y conducentes, incluso, a estados totales. La cuestión es, sin embargo, si del concepto puro y consecuente del liberalismo individualista puede llegar a obtenerse una idea específicamente política. La respuesta tiene que ser negativa. Pues la negación de lo político que contiene todo individualismo consecuente conduce desde luego a una práctica política, la de la desconfianza contra todo poder político y forma del Estado imaginable, pero nunca a una teoría positiva propia del Estado y de la política.
La teoría sistemática del liberalismo se refiere casi en exclusiva a la lucha política interna contra el poder del Estado, y aporta toda una serie de métodos para inhibir y controlar ese poder al servicio de la protección de la libertad individual y de la propiedad privada.
El pensamiento liberal elude e ignora al Estado y a la política de un modo genuinamente sistemático, y en su lugar se mueve en el seno de una polaridad típica y recurrente entre dos esferas heterogéneas, las de ética y economía, espíritu y negocio, educación y propiedad.
Una unidad política tiene que poder pedir en caso extremo el sacrificio de la propia vida; para el individualismo del pensamiento liberal semejante pretensión no es ni asequible ni susceptible de fundamentación.
Toda constricción o amenaza a la libertad individual, por principio ilimitada, o a la propiedad privada o a la libre competencia, es violencia y por lo tanto algo malo. Lo que este liberalismo deja en pie del Estado y de la política es únicamente el cometido de garantizar las condiciones de la libertad y de apartar cuanto pueda estorbarla.
Conviene no olvidar que estos conceptos liberales se mueven siempre típicamente entre la ética (espiritualidad) y la economía (negocios), e intentan, desde estos dos polos, aniquilar lo político como esfera de la violencia invasora. Así el concepto político de la lucha se transforma en el pensamiento liberal, por el lado económico, en competencia, y por el otro, el lado espiritual, en discusión.
Dado que ni la guerra ni la conquista violenta están en condiciones de aportar las satisfacciones y el confort que nos proporcionan el comercio y la industria, las guerras no reportan ya ventaja alguna, y hasta la guerra victoriosa es para el vencedor un mal negocio.
El adversario ya no se llama enemigo; cualquier guerra iniciada para la conservación o ampliación de una posición de poder económico irá precedida de una oferta propagandística capaz de convertirla en cruzada y en última guerra de la Humanidad. Es lo que exige la polaridad de ética y economía. Esta exhibe una consecuencia asombrosa pero también este sistema, presuntamente apolítico y en apariencia incluso antipolítico, está al servicio de agrupaciones de amigos y enemigos, bien ya existentes, bien nuevas, y no podrá tampoco escapar a la consecuencia interna de lo político.
Resumen versión de Julio César Garrido
5. La decisión sobre la guerra y el enemigo
Al Estado, en su condición de unidad esencialmente política, le es atribución inherente el ius belli, esto es, la posibilidad real de, llegado el caso, determinar por propia decisión quién es el enemigo y combatirlo.
Sin embargo, la aportación de un Estado normal consiste sobre todo en producir dentro del Estado y su territorio una pacificación completa, esto es, en procurar “paz, seguridad y orden”, y crear así la situación normal que constituye el presupuesto necesario para que las normas jurídicas puedan tener vigencia en general. Esta necesidad de pacificación dentro del Estado tiene como consecuencia, en caso de situación crítica, que el Estado como unidad política, mientras exista como tal, esté capacitado para determinar por sí mismo también al enemigo interior.
El Estado, en su condición de unidad política determinante, concentra en sí una competencia aterradora: la posibilidad de declarar la guerra, y en consecuencia de disponer abiertamente de la vida de las personas. Este poder sobre la vida física de las personas eleva a la comunidad política por encima de todo otro tipo de comunidad o de sociedad.
La guerra, la disposición de los hombres que combaten a matar y ser muertos, la muerte física infligida a otros seres humanos que están del lado enemigo, todo esto no tiene sentido normativo sino existencial, y lo tiene justamente en la realidad de una situación de guerra real contra un enemigo real, no en ideales, programas o estructuras normativas cualesquiera.
Mientras un pueblo exista en la esfera de lo político, tendrá que decidir por sí mismo, aunque no sea más que en el caso extremo, quién es el amigo y quién el enemigo. En ello estriba la esencia de su existencia política. Si no posee ya capacidad o voluntad de tomar tal decisión, deja de existir políticamente. Si se deja decidir por un extraño quién es el enemigo y contra quién debe o no debe combatir, es que ya no es un pueblo políticamente libre, sino que está integrado en o sometido a otro sistema político.
6. El mundo no es una unidad política sino un pluriverso político
El rasgo conceptual de lo político deriva del pluralismo en el mundo de los Estados. La unidad política presupone la posibilidad real del enemigo y con ella la existencia simultánea de otras unidades políticas. De ahí que, mientras haya sobre la tierra un Estado, habrá también otros, y no puede haber un Estado mundial que abarque toda la tierra y a toda la humanidad.
La humanidad como tal no puede hacer una guerra, pues carece del enemigo, al menos sobre este planeta. El concepto de la humanidad excluye el de enemigo, pues ni siquiera el enemigo deja de ser hombre, de modo que no hay aquí ninguna distinción específica. Cuando un Estado combate a su enemigo político en nombre de la humanidad, no se trata de una guerra de la humanidad sino de una guerra en la que un determinado Estado pretende apropiarse un concepto universal frente a su adversario. La humanidad resulta ser un instrumento de lo más útil para las expansiones imperialistas, y en su forma ético-humanitaria constituye un vehículo específico del imperialismo económico.
Si un Estado mundial llegara a abarcar a toda la tierra y a todos los hombres, no sería ya una unidad política, y llamarlo Estado no sería más que una figura retórica vacía.
Lo que hay que preguntarse es a qué hombres correspondería el tremendo poder vinculado a una civilización económica y técnica que comprendiese el conjunto de la tierra.
7. El aditamento antropológico de las teorías políticas
Se podrá someter a examen la antropología subyacente a todas las teorías políticas y del Estado, y clasificarlas según que consciente o inconsciente partan de un hombre “bueno por naturaleza” o “malo por naturaleza”. La distinción habrá de tomarse en su sentido más genérico, no en algún sentido específico moral o ético. Lo importante es si el hombre se toma como presupuesto problemático o no problemático de cualquier elucubración política ulterior, esto es, si el hombre se entiende como un ser peligroso o inocuo, si constituye un riesgo o una amenaza, o si es enteramente inofensivo.
La cuestión no se resuelve con calificaciones psicológicas como optimismo y pesimismo; y tampoco se llega a ninguna parte con tergiversaciones como la del anarquismo, que sostiene que sólo son malos los hombres que consideran malo al hombre, ya que la consecuencia es que los que los consideran bueno, esto es, los anarquistas, quedan así facultados para ejercer alguna clase de dominio o control sobre los malos, con lo que el problema comienza de nuevo. Lo que hay que hacer, por el contrario, es ser consciente de hasta qué punto son diversos los supuestos antropológicos que subyacen a cada ámbito del pensamiento humano.
En este sentido hay que entender con Hobbes, en primer lugar, la concepción pesimista del hombre; en segundo lugar, su correcta comprensión de que lo que desencadena las más terribles hostilidades es justamente el que cada una de las partes está convencida de poseer la verdad, la bondad y la justicia; y finalmente, en tercer lugar, que el bellum de todos contra todos no es un engendro de una fantasía obcecada y cruel, ni tampoco una mera filosofía de una sociedad burguesa que se está construyendo sobre la base de la libre competencia, sino que se trata de presupuestos elementales de un sistema de ideas específicamente político.
El pensamiento político resulta irrefutable dentro de su esfera autónoma y cerrada, pues siempre serán grupos concretos de personas los que combatirán contra otros grupos igualmente concretos de ellas en nombre del derecho, o de la humanidad, o del orden, o de la paz, y el observador de los fenómenos políticos, si se atiene consecuentemente al pensamiento político, no podrá ver nunca en los reproches de inmoralidad y de cinismo otra cosa que un medio político al servicio de personas que libran combates concretos. Todo el pensamiento político como el instinto político se avalan teórica y prácticamente en la facultad de distinguir entre amigo y enemigo.
8. Despolitización a través de la polaridad entre ética y economía
El liberalismo del último siglo ha arrastrado consigo una singular y sistemática transformación y desnaturalización de todas las ideas y representaciones de lo político. Como realidad histórica que es, el liberalismo ha podido sustraerse a lo político en la misma escasa medida que cualquier otro movimiento humano de consideración, y también sus neutralizaciones y despolitizaciones (de la educación, de la economía, etc.), poseen un sentido político. En todos los países los liberales han hecho política igual que las demás personas, y se han coaligado en las formas más diversas con elementos e ideas no liberales, formando nacional-liberalismos, social-liberalismos, conservadores libres, católicos libres, etc. En particular se ha vinculado con las fuerzas de la democracia, que no son nada liberales ya que son esencialmente políticas y conducentes, incluso, a estados totales. La cuestión es, sin embargo, si del concepto puro y consecuente del liberalismo individualista puede llegar a obtenerse una idea específicamente política. La respuesta tiene que ser negativa. Pues la negación de lo político que contiene todo individualismo consecuente conduce desde luego a una práctica política, la de la desconfianza contra todo poder político y forma del Estado imaginable, pero nunca a una teoría positiva propia del Estado y de la política.
La teoría sistemática del liberalismo se refiere casi en exclusiva a la lucha política interna contra el poder del Estado, y aporta toda una serie de métodos para inhibir y controlar ese poder al servicio de la protección de la libertad individual y de la propiedad privada.
El pensamiento liberal elude e ignora al Estado y a la política de un modo genuinamente sistemático, y en su lugar se mueve en el seno de una polaridad típica y recurrente entre dos esferas heterogéneas, las de ética y economía, espíritu y negocio, educación y propiedad.
Una unidad política tiene que poder pedir en caso extremo el sacrificio de la propia vida; para el individualismo del pensamiento liberal semejante pretensión no es ni asequible ni susceptible de fundamentación.
Toda constricción o amenaza a la libertad individual, por principio ilimitada, o a la propiedad privada o a la libre competencia, es violencia y por lo tanto algo malo. Lo que este liberalismo deja en pie del Estado y de la política es únicamente el cometido de garantizar las condiciones de la libertad y de apartar cuanto pueda estorbarla.
Conviene no olvidar que estos conceptos liberales se mueven siempre típicamente entre la ética (espiritualidad) y la economía (negocios), e intentan, desde estos dos polos, aniquilar lo político como esfera de la violencia invasora. Así el concepto político de la lucha se transforma en el pensamiento liberal, por el lado económico, en competencia, y por el otro, el lado espiritual, en discusión.
Dado que ni la guerra ni la conquista violenta están en condiciones de aportar las satisfacciones y el confort que nos proporcionan el comercio y la industria, las guerras no reportan ya ventaja alguna, y hasta la guerra victoriosa es para el vencedor un mal negocio.
El adversario ya no se llama enemigo; cualquier guerra iniciada para la conservación o ampliación de una posición de poder económico irá precedida de una oferta propagandística capaz de convertirla en cruzada y en última guerra de la Humanidad. Es lo que exige la polaridad de ética y economía. Esta exhibe una consecuencia asombrosa pero también este sistema, presuntamente apolítico y en apariencia incluso antipolítico, está al servicio de agrupaciones de amigos y enemigos, bien ya existentes, bien nuevas, y no podrá tampoco escapar a la consecuencia interna de lo político.
Resumen: Schmitt, Concepto de lo político, 1-4
Carl Schmitt, El concepto de lo político, Prefacio y capítulos 1 al 4.
Resumen versión de Julio César Garrido
El campo de relaciones de lo político se modifica incesantemente, conforme las fuerzas y poderes se unen o separan con el fin de afirmarse. Hubo un tiempo en el que tenía sentido identificar los conceptos de estatal y político. El Estado clásico europeo había logrado algo completamente inverosímil: instaurar la paz en su interior y descartar la hostilidad como concepto jurídico. Había conseguido eliminar la institución jurídica medieval del “desafío”; poner fin a las guerras civiles; en suma, establecer las fronteras adentro, con “paz, seguridad y orden”. Es sabido que la fórmula “paz, seguridad y orden” constituye la definición de la policía. En el interior de este tipo de Estados lo que había de hecho era únicamente policía, no política, a no ser que se considerase a la política como las alteraciones. La política era entonces únicamente política exterior, y la realizaba el Estado soberano como tal respecto de otros Estados soberanos a los que reconocía como tales, actuando sobre la base de este reconocimiento y en forma de decisiones sobre amistad, hostilidad o neutralidad recíprocas.
El Estado y la soberanía constituyen la base y el fundamento de las acotaciones realizadas hasta ahora por el derecho internacional respecto de la guerra y la hostilidad. Una situación tan confusa de forma y falta de forma, de guerra y paz, plantea interrogantes incómodas pero que no pueden pasarse por alto y que suponen un genuino desafío.
El escrito sobre el concepto de lo político representa un intento de hacer justicia a los nuevos interrogantes sin infravalorar ni el momento de challenge ni el de provocación.
Mi primer axioma dice: “El concepto del Estado presupone el de lo político”. El escrito sobre el concepto de lo político, como todo tratamiento de conceptos concretos desde el punto de vista jurídico, se ocupa de un material histórico, y se dirige en consecuencia también a los historiadores; en primer término a los conocedores de la época de los Estados europeos y de la transición del sistema feudal de la Edad Media al Estado territorial soberano, con su distinción entre Estado y sociedad.
El historiador para el que la historia no sea sólo el pasado tendrá que tomar en consideración también el desafío actual y concreto que plantea nuestra explicación de lo político, tendrá que tener en cuenta la confusa equivocidad de los conceptos jurídicos clásicos y revolucionarios, y no equivocar el sentido de nuestra respuesta a este desafío. El desarrollo de las categorías de guerra y enemigo que comenzó en 1939 ha conducido a nuevas formas de guerra cada vez más intensivas y a conceptos de paz totalmente desconcertantes, así como a la moderna guerra revolucionaria y de partisanos.
La situación de partida sigue siendo la misma, y ninguno de sus desafíos puede considerarse superado. La contradicción entre el uso oficial de los conceptos clásicos y la realidad efectiva de los objetivos y métodos revolucionarios universales no ha hecho sino agudizarse.
El gran problema es y sigue siendo la delimitación de la guerra, la cual no será sin embargo más que un juego cínico, una representación de dog fight, o un autoengaño sin contenido, si no se la vincula por ambas partes con una relativización de la hostilidad.
El concepto del Estado supone el de lo político. De acuerdo con el uso actual del término, el Estado es el status político de un pueblo organizado en el interior de unas fronteras territoriales. El Estado representa un determinado modo de estar de un pueblo, esto es, el modo que contiene en el caso decisivo la pauta concluyente, y por esa razón, frente a los diversos status individuales y colectivos teóricamente posibles, él es el status por antonomasia.
Es raro encontrar una definición clara de lo político. Casi siempre lo “político” suele equipararse de un modo u otro con lo “estatal”, o al menos se lo suele referir al Estado. Con ello el Estado se muestra como algo político, pero a su vez lo político se muestra como algo estatal, y éste es un círculo vicioso que obviamente no puede satisfacer a nadie. Por eso, la ecuación estatal=político se vuelve incorrecta e induce a error en la precisa medida en la que Estado y sociedad se interpretan recíprocamente; en la medida en que todas las circunstancias que antes eran estatales se vuelven sociales y, a la inversa, todas las instancias que antes eran meramente sociales se vuelven estatales, cosa que se produce con carácter de necesidad en una comunidad organizada democráticamente. Entonces los ámbitos antes neutrales: religión, cultura, educación, economía; dejan de ser naturales en el sentido de no estatales y no políticos. De acuerdo con esto, en esta modalidad de Estado, todo es al menos potencialmente político, y la referencia al Estado ya no está en condiciones de fundamentar ninguna caracterización específica y distintiva de lo “político”.
Si se aspira a obtener una determinación del concepto de lo político, la única vía consiste en proceder a constatar y a poner de manifiesto cuáles son las categorías específicamente políticas. Pues lo político tiene sus propios criterios. Lo político tiene que hallarse en una serie de distinciones propias últimas a las cuales pueda reconducirse todo cuanto sea acción política en un sentido específico.
La distinción política específica, a la que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción entre amigos y enemigos. El sentido de la distinción amigo-enemigo es marcar el grado máximo de intensidad de una unión o separación, de una asociación o disociación. El enemigo político simplemente es el otro, el extraño, y para determinar su esencia basta con que sea existencialmente distinto y extraño en un sentido particularmente intensivo.
La objetividad y autonomía propias del ser de lo político quedan de manifiesto en esta misma posibilidad de aislar una distinción específica como la de amigo-enemigo respecto de cualesquiera otras y de concebirla como dotada de consistencia propia.
Los conceptos de amigo y enemigo deben tomarse aquí en su sentido concreto y existencial, no como metáforas o símbolos.
No se puede negar, razonablemente, que los pueblos se agrupen como amigos y enemigos, y que esta oposición siguen estando en vigor, y está dada como posibilidad real, para todo pueblo que exista políticamente. Enemigo no es pues, cualquier competidor o adversario. Tampoco es el adversario privado al que se detesta por cuestión de sentimientos o antipatía. Enemigo es sólo un conjunto de hombres que siquiera eventualmente, esto es, de acuerdo con una posibilidad real, se opone combativamente a otro conjunto análogo. Sólo es enemigo el enemigo público, pues todo cuanto hace referencia a un conjunto tal de personas, o en términos más precisos a un pueblo entero, adquiere carácter público.
La oposición o el antagonismo constituye la más intensa y extrema de todas las oposiciones, y cualquier antagonismo concreto se aproximará tanto más a lo político cuanto mayor sea su cercanía al punto extremo, esto es, a la distinción entre amigo y enemigo. Dentro del Estado como unidad política organizada, que decide por sí misma como un todo sobre amigo y enemigo, y junto a las decisiones políticas primarias y en su apoyo, surgen numerosos conceptos secundarios adicionales de lo político.
Guerra es una lucha armada entre unidades políticas organizadas, y guerra civil es una lucha armada en el seno de una unidad organizada. La guerra procede de la enemistad, ya que ésta es una negación óntica de un ser distinto. La guerra no es sino la realización extrema de la enemistad. En la guerra los adversarios suelen enfrentarse abiertamente como tales; incluso es normal que aparezcan caracterizados por un determinado uniforme.
Por eso el criterio de la distinción entre amigo y enemigo tampoco significa en modo alguno que un determinado pueblo tenga que ser eternamente amigo o enemigo de otro, o que la neutralidad no sea posible, o no pueda ser políticamente sensata. Lo que ocurre es que el concepto de la neutralidad, igual que cualquier otro concepto político, se encuentra también bajo ese supuesto último de la posibilidad real de agruparse como amigos o enemigos. Si sobre la tierra no hubiese más que neutralidad, no sólo se habría terminado la guerra sino que se habría acabado también la neutralidad misma, del mismo modo que desaparecería cualquier política, incluida la de la evitación de la lucha, si dejase de existir la posibilidad de una lucha general. Lo decisivo es pues siempre y sólo la posibilidad de este caso decisivo, el de la lucha real, así como la decisión de si se da o no se da ese caso.
Un mundo en el que se hubiese eliminado por completo la posibilidad de una lucha de esa naturaleza, un planeta definitivamente pacificado, sería pues un mundo ajeno a la distinción de amigo y enemigo, y en consecuencia carente de política.
El fenómeno de lo político sólo se deja aprehender por referencia a la posibilidad real de la agrupación según amigos y enemigos, con independencia de las consecuencias que puedan derivarse de ello para la valoración religiosa, moral, estética, económica de lo político. La guerra como el medio político extremo revela la posibilidad de esta distinción entre amigo y enemigo que subyace a toda forma de representarse lo político, y por esa razón sólo tiene sentido mientras esa distinción tiene realmente lugar en la humanidad, o cuando menos es realmente posible.
Si la voluntad de evitar la guerra se vuelve tan intensa que no retrocede ya ante la misma guerra, es que se ha convertido en un motivo político, esto es, que ha acabado afirmando la guerra e incluso el sentido de la guerra, aunque sólo sea como eventualidad extrema.
Todo antagonismo u oposición religiosa, moral, económica, ética o de cualquier clase se transforma en oposición política en cuanto gana la fuerza suficiente como para agrupar de un modo efectivo a los hombres en amigos y enemigos. Lo político está, en una conducta determinada por esta posibilidad real, en la clara comprensión de la propia situación y de su manera de estar determinada por ello, así como en el cometido de distinguir correctamente entre amigos y enemigos.
Si la fuerza política de una clase o cualquier otro grupo dentro de un pueblo tiene entidad suficiente como para excluir cualquier guerra exterior, pero ese grupo carece por su parte de la capacidad o de la voluntad necesarias para asumir el poder estatal, para realizar por sí mismo la distinción entre amigo y enemigo y, en caso de necesidad, para hacer la guerra, la unidad política quedará destruida.
Lo político puede extraer su fuerza de los ámbitos más diversos de la vida humana, de antagonismos religiosos, económicos, morales, etc. Por sí mismo lo político no acota un campo propio de la realidad, sino sólo un cierto grado de intensidad de la asociación o disociación de hombres.
Si los antagonismos económicos, culturales o religiosos llegan a poseer tanta fuerza que determinan por sí mismos la decisión en el caso límite, quiere decir que ellos son la nueva sustancia de la unidad política.
El hecho de que el Estado sea una unidad, y que sea justamente la que marca la pauta, reposa sobre su carácter político. Una teoría pluralista es, o la teoría de un Estado que alcanza su unidad en virtud de un federalismo de asociaciones sociales, o bien simplemente una teoría de la disolución o refutación del Estado. La teoría pluralista del Estado es sobre todo pluralista en sí misma, esto es, carece de un centro propiamente dicho y toma sus motivos e ideas de los más diversos dominios conceptuales (religión, economía, liberalismo, socialismo, etc.); ignora ese concepto central de toda teoría del Estado que es el de lo político.
En realidad no existe ninguna sociedad o asociación política; lo que hay es sólo una unidad política, una comunidad política.
Sólo la ignorancia o inadvertencia de la esencia de lo político hace posible esa concepción pluralista de una asociación política junto a las de tipo religioso, cultural, económico y demás, incluso en competencia de ellas.
Resumen versión de Julio César Garrido
Prefacio
El desafío
El campo de relaciones de lo político se modifica incesantemente, conforme las fuerzas y poderes se unen o separan con el fin de afirmarse. Hubo un tiempo en el que tenía sentido identificar los conceptos de estatal y político. El Estado clásico europeo había logrado algo completamente inverosímil: instaurar la paz en su interior y descartar la hostilidad como concepto jurídico. Había conseguido eliminar la institución jurídica medieval del “desafío”; poner fin a las guerras civiles; en suma, establecer las fronteras adentro, con “paz, seguridad y orden”. Es sabido que la fórmula “paz, seguridad y orden” constituye la definición de la policía. En el interior de este tipo de Estados lo que había de hecho era únicamente policía, no política, a no ser que se considerase a la política como las alteraciones. La política era entonces únicamente política exterior, y la realizaba el Estado soberano como tal respecto de otros Estados soberanos a los que reconocía como tales, actuando sobre la base de este reconocimiento y en forma de decisiones sobre amistad, hostilidad o neutralidad recíprocas.
El Estado y la soberanía constituyen la base y el fundamento de las acotaciones realizadas hasta ahora por el derecho internacional respecto de la guerra y la hostilidad. Una situación tan confusa de forma y falta de forma, de guerra y paz, plantea interrogantes incómodas pero que no pueden pasarse por alto y que suponen un genuino desafío.
Un intento de respuesta
El escrito sobre el concepto de lo político representa un intento de hacer justicia a los nuevos interrogantes sin infravalorar ni el momento de challenge ni el de provocación.
Mi primer axioma dice: “El concepto del Estado presupone el de lo político”. El escrito sobre el concepto de lo político, como todo tratamiento de conceptos concretos desde el punto de vista jurídico, se ocupa de un material histórico, y se dirige en consecuencia también a los historiadores; en primer término a los conocedores de la época de los Estados europeos y de la transición del sistema feudal de la Edad Media al Estado territorial soberano, con su distinción entre Estado y sociedad.
El historiador para el que la historia no sea sólo el pasado tendrá que tomar en consideración también el desafío actual y concreto que plantea nuestra explicación de lo político, tendrá que tener en cuenta la confusa equivocidad de los conceptos jurídicos clásicos y revolucionarios, y no equivocar el sentido de nuestra respuesta a este desafío. El desarrollo de las categorías de guerra y enemigo que comenzó en 1939 ha conducido a nuevas formas de guerra cada vez más intensivas y a conceptos de paz totalmente desconcertantes, así como a la moderna guerra revolucionaria y de partisanos.
Continuación a la respuesta
La situación de partida sigue siendo la misma, y ninguno de sus desafíos puede considerarse superado. La contradicción entre el uso oficial de los conceptos clásicos y la realidad efectiva de los objetivos y métodos revolucionarios universales no ha hecho sino agudizarse.
El gran problema es y sigue siendo la delimitación de la guerra, la cual no será sin embargo más que un juego cínico, una representación de dog fight, o un autoengaño sin contenido, si no se la vincula por ambas partes con una relativización de la hostilidad.
El concepto de lo político
1. Estatal y político
El concepto del Estado supone el de lo político. De acuerdo con el uso actual del término, el Estado es el status político de un pueblo organizado en el interior de unas fronteras territoriales. El Estado representa un determinado modo de estar de un pueblo, esto es, el modo que contiene en el caso decisivo la pauta concluyente, y por esa razón, frente a los diversos status individuales y colectivos teóricamente posibles, él es el status por antonomasia.
Es raro encontrar una definición clara de lo político. Casi siempre lo “político” suele equipararse de un modo u otro con lo “estatal”, o al menos se lo suele referir al Estado. Con ello el Estado se muestra como algo político, pero a su vez lo político se muestra como algo estatal, y éste es un círculo vicioso que obviamente no puede satisfacer a nadie. Por eso, la ecuación estatal=político se vuelve incorrecta e induce a error en la precisa medida en la que Estado y sociedad se interpretan recíprocamente; en la medida en que todas las circunstancias que antes eran estatales se vuelven sociales y, a la inversa, todas las instancias que antes eran meramente sociales se vuelven estatales, cosa que se produce con carácter de necesidad en una comunidad organizada democráticamente. Entonces los ámbitos antes neutrales: religión, cultura, educación, economía; dejan de ser naturales en el sentido de no estatales y no políticos. De acuerdo con esto, en esta modalidad de Estado, todo es al menos potencialmente político, y la referencia al Estado ya no está en condiciones de fundamentar ninguna caracterización específica y distintiva de lo “político”.
2. La diferenciación de amigos y enemigos como criterio de lo político
Si se aspira a obtener una determinación del concepto de lo político, la única vía consiste en proceder a constatar y a poner de manifiesto cuáles son las categorías específicamente políticas. Pues lo político tiene sus propios criterios. Lo político tiene que hallarse en una serie de distinciones propias últimas a las cuales pueda reconducirse todo cuanto sea acción política en un sentido específico.
La distinción política específica, a la que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción entre amigos y enemigos. El sentido de la distinción amigo-enemigo es marcar el grado máximo de intensidad de una unión o separación, de una asociación o disociación. El enemigo político simplemente es el otro, el extraño, y para determinar su esencia basta con que sea existencialmente distinto y extraño en un sentido particularmente intensivo.
La objetividad y autonomía propias del ser de lo político quedan de manifiesto en esta misma posibilidad de aislar una distinción específica como la de amigo-enemigo respecto de cualesquiera otras y de concebirla como dotada de consistencia propia.
3. La guerra como manifestación visible de la enemistad
Los conceptos de amigo y enemigo deben tomarse aquí en su sentido concreto y existencial, no como metáforas o símbolos.
No se puede negar, razonablemente, que los pueblos se agrupen como amigos y enemigos, y que esta oposición siguen estando en vigor, y está dada como posibilidad real, para todo pueblo que exista políticamente. Enemigo no es pues, cualquier competidor o adversario. Tampoco es el adversario privado al que se detesta por cuestión de sentimientos o antipatía. Enemigo es sólo un conjunto de hombres que siquiera eventualmente, esto es, de acuerdo con una posibilidad real, se opone combativamente a otro conjunto análogo. Sólo es enemigo el enemigo público, pues todo cuanto hace referencia a un conjunto tal de personas, o en términos más precisos a un pueblo entero, adquiere carácter público.
La oposición o el antagonismo constituye la más intensa y extrema de todas las oposiciones, y cualquier antagonismo concreto se aproximará tanto más a lo político cuanto mayor sea su cercanía al punto extremo, esto es, a la distinción entre amigo y enemigo. Dentro del Estado como unidad política organizada, que decide por sí misma como un todo sobre amigo y enemigo, y junto a las decisiones políticas primarias y en su apoyo, surgen numerosos conceptos secundarios adicionales de lo político.
Guerra es una lucha armada entre unidades políticas organizadas, y guerra civil es una lucha armada en el seno de una unidad organizada. La guerra procede de la enemistad, ya que ésta es una negación óntica de un ser distinto. La guerra no es sino la realización extrema de la enemistad. En la guerra los adversarios suelen enfrentarse abiertamente como tales; incluso es normal que aparezcan caracterizados por un determinado uniforme.
Por eso el criterio de la distinción entre amigo y enemigo tampoco significa en modo alguno que un determinado pueblo tenga que ser eternamente amigo o enemigo de otro, o que la neutralidad no sea posible, o no pueda ser políticamente sensata. Lo que ocurre es que el concepto de la neutralidad, igual que cualquier otro concepto político, se encuentra también bajo ese supuesto último de la posibilidad real de agruparse como amigos o enemigos. Si sobre la tierra no hubiese más que neutralidad, no sólo se habría terminado la guerra sino que se habría acabado también la neutralidad misma, del mismo modo que desaparecería cualquier política, incluida la de la evitación de la lucha, si dejase de existir la posibilidad de una lucha general. Lo decisivo es pues siempre y sólo la posibilidad de este caso decisivo, el de la lucha real, así como la decisión de si se da o no se da ese caso.
Un mundo en el que se hubiese eliminado por completo la posibilidad de una lucha de esa naturaleza, un planeta definitivamente pacificado, sería pues un mundo ajeno a la distinción de amigo y enemigo, y en consecuencia carente de política.
El fenómeno de lo político sólo se deja aprehender por referencia a la posibilidad real de la agrupación según amigos y enemigos, con independencia de las consecuencias que puedan derivarse de ello para la valoración religiosa, moral, estética, económica de lo político. La guerra como el medio político extremo revela la posibilidad de esta distinción entre amigo y enemigo que subyace a toda forma de representarse lo político, y por esa razón sólo tiene sentido mientras esa distinción tiene realmente lugar en la humanidad, o cuando menos es realmente posible.
Si la voluntad de evitar la guerra se vuelve tan intensa que no retrocede ya ante la misma guerra, es que se ha convertido en un motivo político, esto es, que ha acabado afirmando la guerra e incluso el sentido de la guerra, aunque sólo sea como eventualidad extrema.
4. El Estado como estructura de unidad política, cuestionado por el pluralismo
Todo antagonismo u oposición religiosa, moral, económica, ética o de cualquier clase se transforma en oposición política en cuanto gana la fuerza suficiente como para agrupar de un modo efectivo a los hombres en amigos y enemigos. Lo político está, en una conducta determinada por esta posibilidad real, en la clara comprensión de la propia situación y de su manera de estar determinada por ello, así como en el cometido de distinguir correctamente entre amigos y enemigos.
Si la fuerza política de una clase o cualquier otro grupo dentro de un pueblo tiene entidad suficiente como para excluir cualquier guerra exterior, pero ese grupo carece por su parte de la capacidad o de la voluntad necesarias para asumir el poder estatal, para realizar por sí mismo la distinción entre amigo y enemigo y, en caso de necesidad, para hacer la guerra, la unidad política quedará destruida.
Lo político puede extraer su fuerza de los ámbitos más diversos de la vida humana, de antagonismos religiosos, económicos, morales, etc. Por sí mismo lo político no acota un campo propio de la realidad, sino sólo un cierto grado de intensidad de la asociación o disociación de hombres.
Si los antagonismos económicos, culturales o religiosos llegan a poseer tanta fuerza que determinan por sí mismos la decisión en el caso límite, quiere decir que ellos son la nueva sustancia de la unidad política.
El hecho de que el Estado sea una unidad, y que sea justamente la que marca la pauta, reposa sobre su carácter político. Una teoría pluralista es, o la teoría de un Estado que alcanza su unidad en virtud de un federalismo de asociaciones sociales, o bien simplemente una teoría de la disolución o refutación del Estado. La teoría pluralista del Estado es sobre todo pluralista en sí misma, esto es, carece de un centro propiamente dicho y toma sus motivos e ideas de los más diversos dominios conceptuales (religión, economía, liberalismo, socialismo, etc.); ignora ese concepto central de toda teoría del Estado que es el de lo político.
En realidad no existe ninguna sociedad o asociación política; lo que hay es sólo una unidad política, una comunidad política.
Sólo la ignorancia o inadvertencia de la esencia de lo político hace posible esa concepción pluralista de una asociación política junto a las de tipo religioso, cultural, económico y demás, incluso en competencia de ellas.
domingo, 27 de mayo de 2012
11.05 El disgusto ante la cultura
Sesión 28
Texto revisado: S. Freud, El malestar en la cultura, Caps. V-VIII.
Bitácora versión de Bárbara López Mondragón
La sesión correspondiente a la revisión del texto de Sigmund Freud El malestar en la cultura inició con bastantes preguntas, la mayoría en torno al hecho de la agrupación del humano en comunidad a causa de la libido. Algunos compañeros se negaban a creerlo y argumentaban en defensa del trabajo como motor de la comunidad, la respuesta a estas indagaciones fue la necesidad del ser humano del otro. El ello, fuerza de lo inconsciente, es el lugar de las pulsiones y estas se satisfacen fuera del individuo; por tanto, se necesita vivir en comunidad. Además, las fuerzas del trabajo no son lo suficientemente fuertes para mantener cohesionada a la sociedad, pues son fuerzas no satisfactorias. En cambio, el placer que produce la satisfacción de las pulsiones es el pretexto perfecto para la convivencia con el otro. La satisfacción de las pulsiones puede llevar a un imperio de la fuerza bruta: es aquí donde la represión lleva a cabo su papel primordial, pues cuando esta no permite la satisfacción de las pulsiones estas se sublevan y toman un papel de creación en la sociedad.
Precedido a la comprensión de estos argumentos se llevó a cabo la exposición del tema en tres puntos:
I. El absurdo de “amarás a tu prójimo como a ti mismo”
II. Introyección del superyó
III. Paradoja de la evolución cultural
Todos han escuchado la sentencia del mesías “amarás a tu prójimo como a ti mismo” que sin ninguna aparente pretensión maléfica pregonaba por todo Jerusalén, pero Freud responde con indignación que esto no sería ni deseable ni posible.
Es incumplible el hecho de amar a los demás como a ti mismo pues al momento de transferir mi amor a todo desconocido por igual este se diluye en pequeñas porciones dado que el amor es una cantidad limitada. Para los seres que, por tener un vínculo más próximo a mí, merecerían más del que le doy a cualquier desconocido, este amor sería mínimo. El establecimiento de esta sentencia es un avance para la humanidad pues se convierte en un ideal a alcanzar.
Esta es la función que cumple la cultura: restringir la agresión de unos seres hacia otros. Freud nos da una perspectiva instintiva o natural del origen de la agresión; por tanto se opone a la tesis socialista que plantea que todos los males de la humanidad derivan de la división del trabajo o la propiedad privada y con la abolición de esta terminaría la agresión de los seres humanos. El autor nos dice que esto no va a ser así pues se está dejando de lado la tendencia libidinal que es la culpable de las tendencias agresivas.
La libertad es el origen del mal. Si estamos en condiciones de hacer el mal sin que nadie nos vea, no habría razón aparente para evitar hacerlo. El mal es incluso en muchas ocasiones una fuente de placer para el individuo. Racionalmente lo que sucede es que se teme al castigo, a la posibilidad de perder la defensa o el amor ontogenéticamente del padre y filogenéticamente de la sociedad. El gran salto de la sociedad es cuando se deja de utilizar el castigo externo y se requiere de un castigo interno.
El salvaje y el niño no tienen esta introyección, gracias a la cual la humanidad puede vivir «mejor» que cuando inició. En los santos es evidente la introyección de la culpa ya que se la pasan reprimiendo su pulsión sexual.
Ya que la necesidad de castigo externo fue sustituida por la culpa (con la interiorización del superyó) se genera angustia en el yo por la tensión existente entre los deseos del yo y la represión de estos por la necesidad de vivir en comunidad, el temor a la pérdida del amor y de la protección. El superyó genera angustia por esa tensión entre el amor parental y la satisfacción del ello.
Dado que en el ello se encuentran las pulsiones básicas que producen la agresión, con estas se pueden dañar las relaciones con el yo. Es decir que cuando hay un mayor dominio de las pulsiones básicas se crea más culpa y por ende más angustia.
Bitácora versión de Valeria Molina
El primer punto del esquema, bajo el cual se rigió la sesión, habló sobre la imposibilidad y lo absurdo de una de las máximas de la religión católica que es amarás al prójimo como a ti mismo. El enunciado lleva consigo la prohibición de odiar a nuestro congénere y, como se dijo en clase, una restricción así únicamente responde al fuerte deseo por realizar la acción. El ser ajeno aparece ante cualquier ser humano como alguien indigno de amor, alguien en quien se deposita la hostilidad y el odio: quien no alimente el amor hacia mi persona, no merece mi amor sino mi antipatía. El amor, en tanto un sentimiento limitado, no se puede malgastar regalándolo sin motivo bien justificado.
El avance cultural que se alcanza al establecer la disimulada prohibición responde al instinto innato de agresión que domina a los hombres. Esto es, el ser humano es un individuo entre cuyas disposiciones instintivas existe una buena porción de agresividad: el prójimo aparece así, no tanto como un posible y latente colaborador, sino como una gran tentación para satisfacer en él la inherente cólera. Ante tal situación, es la cultura, mediante la integración de normas y limitaciones, la encargada de restringir la violencia derivada. La cultura busca el dominio de las necesidades; la naturaleza interna necesita de una barrera de control, censura que lleva consigo una distribución del sacrificio. La cultura impone, así, fuertes privaciones que ayudan a explicar por qué al hombre le resulta tan difícil alcanzar la felicidad en la civilización.
¿Cómo es que se logra la obediencia del hombre a la autoridad? La agresión es interiorizada y devuelta al lugar de donde procede: se dirige contra el propio yo en calidad de superyó. La tensión que se crea entre el severo superyó y el yo, la califica Freud como sentimiento de culpabilidad. Este es el acontecimiento que, del estado de barbarie, da paso a la verdadera sociedad civilizada: más allá del miedo que produce en el individuo la pérdida del amor del prójimo, es decir, el miedo al castigo que éste le pueda imponer, es la angustia, producto de la conciencia moral, la causa de la renuncia a nuestros instintos; la autoridad se asimila de tal forma en el superyó que el temor a ser descubiertos deja de actuar. La culpa no es, en el fondo, sino una variante topográfica de la angustia, y que en sus fases ulteriores coincide por completo con el miedo al superyó. El precio pagado por el desarrollo de la cultura reside en la pérdida de felicidad por el aumento de esta sensación.
Texto revisado: S. Freud, El malestar en la cultura, Caps. V-VIII.
Bitácora versión de Bárbara López Mondragón
Diván que usaba Freud en sus consultas |
Precedido a la comprensión de estos argumentos se llevó a cabo la exposición del tema en tres puntos:
I. El absurdo de “amarás a tu prójimo como a ti mismo”
II. Introyección del superyó
III. Paradoja de la evolución cultural
I.
Todos han escuchado la sentencia del mesías “amarás a tu prójimo como a ti mismo” que sin ninguna aparente pretensión maléfica pregonaba por todo Jerusalén, pero Freud responde con indignación que esto no sería ni deseable ni posible.
Es incumplible el hecho de amar a los demás como a ti mismo pues al momento de transferir mi amor a todo desconocido por igual este se diluye en pequeñas porciones dado que el amor es una cantidad limitada. Para los seres que, por tener un vínculo más próximo a mí, merecerían más del que le doy a cualquier desconocido, este amor sería mínimo. El establecimiento de esta sentencia es un avance para la humanidad pues se convierte en un ideal a alcanzar.
Esta es la función que cumple la cultura: restringir la agresión de unos seres hacia otros. Freud nos da una perspectiva instintiva o natural del origen de la agresión; por tanto se opone a la tesis socialista que plantea que todos los males de la humanidad derivan de la división del trabajo o la propiedad privada y con la abolición de esta terminaría la agresión de los seres humanos. El autor nos dice que esto no va a ser así pues se está dejando de lado la tendencia libidinal que es la culpable de las tendencias agresivas.
II.
La libertad es el origen del mal. Si estamos en condiciones de hacer el mal sin que nadie nos vea, no habría razón aparente para evitar hacerlo. El mal es incluso en muchas ocasiones una fuente de placer para el individuo. Racionalmente lo que sucede es que se teme al castigo, a la posibilidad de perder la defensa o el amor ontogenéticamente del padre y filogenéticamente de la sociedad. El gran salto de la sociedad es cuando se deja de utilizar el castigo externo y se requiere de un castigo interno.
El salvaje y el niño no tienen esta introyección, gracias a la cual la humanidad puede vivir «mejor» que cuando inició. En los santos es evidente la introyección de la culpa ya que se la pasan reprimiendo su pulsión sexual.
III.
Ya que la necesidad de castigo externo fue sustituida por la culpa (con la interiorización del superyó) se genera angustia en el yo por la tensión existente entre los deseos del yo y la represión de estos por la necesidad de vivir en comunidad, el temor a la pérdida del amor y de la protección. El superyó genera angustia por esa tensión entre el amor parental y la satisfacción del ello.
Dado que en el ello se encuentran las pulsiones básicas que producen la agresión, con estas se pueden dañar las relaciones con el yo. Es decir que cuando hay un mayor dominio de las pulsiones básicas se crea más culpa y por ende más angustia.
Bitácora versión de Valeria Molina
El primer punto del esquema, bajo el cual se rigió la sesión, habló sobre la imposibilidad y lo absurdo de una de las máximas de la religión católica que es amarás al prójimo como a ti mismo. El enunciado lleva consigo la prohibición de odiar a nuestro congénere y, como se dijo en clase, una restricción así únicamente responde al fuerte deseo por realizar la acción. El ser ajeno aparece ante cualquier ser humano como alguien indigno de amor, alguien en quien se deposita la hostilidad y el odio: quien no alimente el amor hacia mi persona, no merece mi amor sino mi antipatía. El amor, en tanto un sentimiento limitado, no se puede malgastar regalándolo sin motivo bien justificado.
El avance cultural que se alcanza al establecer la disimulada prohibición responde al instinto innato de agresión que domina a los hombres. Esto es, el ser humano es un individuo entre cuyas disposiciones instintivas existe una buena porción de agresividad: el prójimo aparece así, no tanto como un posible y latente colaborador, sino como una gran tentación para satisfacer en él la inherente cólera. Ante tal situación, es la cultura, mediante la integración de normas y limitaciones, la encargada de restringir la violencia derivada. La cultura busca el dominio de las necesidades; la naturaleza interna necesita de una barrera de control, censura que lleva consigo una distribución del sacrificio. La cultura impone, así, fuertes privaciones que ayudan a explicar por qué al hombre le resulta tan difícil alcanzar la felicidad en la civilización.
¿Cómo es que se logra la obediencia del hombre a la autoridad? La agresión es interiorizada y devuelta al lugar de donde procede: se dirige contra el propio yo en calidad de superyó. La tensión que se crea entre el severo superyó y el yo, la califica Freud como sentimiento de culpabilidad. Este es el acontecimiento que, del estado de barbarie, da paso a la verdadera sociedad civilizada: más allá del miedo que produce en el individuo la pérdida del amor del prójimo, es decir, el miedo al castigo que éste le pueda imponer, es la angustia, producto de la conciencia moral, la causa de la renuncia a nuestros instintos; la autoridad se asimila de tal forma en el superyó que el temor a ser descubiertos deja de actuar. La culpa no es, en el fondo, sino una variante topográfica de la angustia, y que en sus fases ulteriores coincide por completo con el miedo al superyó. El precio pagado por el desarrollo de la cultura reside en la pérdida de felicidad por el aumento de esta sensación.
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